Cómo hubiese
querido desquiciarse ese Plutón interno, cómo hubiese gozado en tirarle una
taza de café por la cabeza, agarrar su nariz puntiaguda y meterla entre el marco de la
puerta y la puerta, recortar en rompecabezas sus insoportables uñas rojas,
meterle un embudo en la boca así el sonido de su voz se hacía agudo y meter
dicho embudo en el tacho de basura. Pero la paciencia trabajada en todo ese
tiempo no podía pasar por semejante momento y ya no se presentaba a los
proyectos que abrían las puertas camino abajo sino que se abrazaba a la labor
de la verdad y dejaba que la vida le escupiera tranquilamente todo lo que debía
escupirle en la cara para luego recibirlo todo con los brazos abiertos y sin necesidad de volver a devolver con la
misma violencia tanta asquerosidad, porque ¿por qué íbamos a contaminar más el
mundo? Si de esa boca sucia ya se habían desprendido esas bombas perversas, ya
se había largado la lluvia de electrones, ya se había abierto el portón del
infierno para esa pobre boca, tan finita y, lastimada por su propio veneno.
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