Había llegado a la estación Constitución a eso de las 23 hs en uno de los últimos trenes que vienen del sur de Buenos Aires. Tenía una maleta verde inglés cargada de las cosas primordiales que solía llevarse los fines de semana a la casa de unos viejos tíos que vivían en Luis Guillón: botella de vodka, cigarros, un libro destartalado, calzoncillos y un viejo crucigrama. Caminando por la calle Lima iba salpicando de su traje amarillento las gotas de un poeta inmiscuido en el ruido de sus pasos. Caminaba rápido con ambas manos en el bolsillo del jean gastado como si quisiera detener sus piernas que lo estaban llevando decididas. El hilo del viento le acariciaba las orejas y se las enfriaba haciendo que la barba se cubriera de agua. Así andaba el poeta gastado, casi como una poesía de noche. Cada esquina era un alivio, un respiro que echaban la luz de los lamparones a las baldosas de las veredas cuadriculadas que el trataba de caminar sin que las líneas le tocaran los pies. La llegada a la sombra y a la luz blanca de los semáforos lo agitaban para que la caminata no se detuviera y era como un premio llegar a cruzar sin parar, era como llegar no llegar nunca, consumir cada cuadra e ir dejándolas atrás como el olvido mismo. Un peso menos que ardía cual viento que le congelaba la nariz y que hacía mecer su bufanda que danzaba entre la música de la llovizna. Las putas y los travestis salían de las esquinas, de los autos y de los hoteles. Todo era como una coreografía de tacones que repiqueteaban de aquí para allá o que iban marcando los segundos con un golpe constante, con un solo pie, a la espera. Las putas lo saludaban, lo perseguían, le decían piropos y el que no tenía más que unos 50 pesos en el bolsillo del saco entró en una whiskería. A lo mejor unos tragos lo acompañarían mejor que la incesante voz de un hombre que le hablaba todo el tiempo en su cabeza. A lo mejor, esa no era una noche para convivir consigo mismo y era otra de esas en las que no podría soportarse y se hablaría del suicidio y se preguntaría por la muerte y por mujeres que habían quedado en los rincones arrugados de la melancolía. Todo había desparecido tras el zumbido de una cortina negra que atravesó cuando entró al lugar. Ahora no había gotas, ni música, ni soledad, ni pasos, ni frío. Se quedó parado detrás estirando el cuello para poder ver mejor. Ese lugar era especial. La gente se reía, tomaba tragos, cervezas, y fumaba. Se estaba tan bien como cuando se está bien en esos lugares que huelen mal, las personas son abstractas, hay mucho maquillaje en la piel de las mujeres y zapatos mojados debajo de todas las mesas. Se estaba tan bien como el contraste. Como despertar de golpe, como el choque de dos personas que caminan y no se ven. Como sentarse en una mesa, pedir una botella de vino, sacar un cigarrillo y mirar. Observar las siete mesas contra la pared del lado izquierdo, las cuatro mesas contra la ventana que daba a la calle, un escenario en el centro atrás, unas mesas de billar del lado izquierdo, una rubia teñida que esperaba y un moreno de bigotes que se encargaba de cobrar detrás de la barra. Todo eso parecía triste, pero a él un trago de vino lo calentó y lo devolvió a la vida. La cumbia hacía bailar a los viejos borrachos con algunas mujeres que se movían en el escenario y se dejaban acariciar las tetas, todo eso lo ponía de buen humor y lo encendía, se levantó y buscó a la rubia teñida con la mirada, sacó otro cigarrillo que unas manos de mujer robaron para encenderlo delante suyo, iluminando un rostro con rasgos finos, ojos marrones, maquillaje vago y una boca desnuda que apretaba con los labios carnosos un absurdo filtro, que chupaba humo y se movía en una sonrisa cómplice mientras el cigarrillo se devolvía a su dueño. La rubia teñida se había adelantado a sus ideas, había leído sus pensamientos y con un roce de piernas se lanzó a tomarlo por los hombros para dejarle su nombre en la oreja seguido de un suspiro en el cuello. -Lore es mi nombre- susurró la rubia teñida que se alejaba dando pasos hacia atrás, siguiendo la mirada de un tipo que andaba con los calzoncillos en la maleta. -Marcos… Marcos Varela. ¿Qué adelantas sabiendo mi nombre Lore?- le preguntó mientras le envolvía la espalda con la mano. -Cada noche tengo uno distinto, y siguiendo la voz del instinto me lanzo a buscar.- respondió Lore haciéndose cómplice de la canción y acomodándose el escote del vestido rojo. -Imagino, preciosa, que un hombre- dijo Marcos.-Algo más… un amante discreto que se atreva a perderme el respeto…- dijo y sintió inmediatamente dos manos en su espalda que fuerte la apretaron contra ese hombre que tenía sed, que estaba en su noche, que andaba solo que la besó desesperadamente, pasando la mano por el cuello y el pelo. Hubo fuego en el espacio. Marcos y Lore se envolvieron, se abrazaron, se besaron, se mordieron, comieron el humo del otro, mezclaron la saliva por toda la piel, escupieron pelos como animales que en la selva andan perdidos mirando las líneas del suelo, girando en espiral hacia el vacío de la ciudad, buscando y rebuscando, llegando para no llegar nunca, coordinando con los semáforos, hablando con botellas o copas o peleando con su misma voz en el cerebro. Todo eso para estrellarse el uno con el otro en una whiskería, una noche gris de calles que suelen guiarse solas, de elegir besar para volver a probar el gusto del ser humano, de volver a tener tacto con ellos, de escapar un segundo al menos de esas voces que lo martillan de día y de noche, de las imágenes que les dan temblores… Si había algo de lo que el estaba seguro, es que su vida era eso. La búsqueda de placer en una rubia teñida sería como desprenderse de si mismo por un momento, para reconocer a un loco que iba a terminar borracho y desnudo en la cama con una mujer que parecía, ya había conocido mucho tiempo antes. Mientras tanto, en el escenario, bailaban unas mujeres, se agitaban unas manos y a lo lejos se escuchó el ruido de una botella rota. Todo terminó en una pelea entre los viejos que acariciaban mujeres y las mujeres que se dejaban acariciar. Y esas voces y esos ruidos, estallaron al otro día, en los oídos de Marcos Varela como vidrios que explotan en un aullido infinito, como una música tortuosa que hace doler el cerebro y que otra vez, lo despertaron solo durmiendo en el banco de una plaza. Era un poeta gastado. Y tenía que seguir caminando.
Cielo.
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