lunes, 14 de noviembre de 2011

Ecos premonitorios

 
Como un estrepitoso cachetazo sobre la piel de las carnes más frías salió de la casa cerca de las 9 de la mañana desarmando con su presencia vestida de luto las torcidas aceras de aquella hora, en la que el sol no sólo hace contacto con las angustias del invierno que van estallando en gritos rudos y agudos desde el pecho hacia la calle, sino que también hace contacto con la jugada más atenta, sucia y embarrada de todas las voces pasadas que se vuelven eco debajo de cada sombra y de cada techo y de cada vidrio que comienza a transfigurar y reflejar los más sombríos pensamientos. Así, con las facciones rígidas y la garganta amarga,  los párpados grises, las manos arrugadas, con un demonio en el sueño, una seca trompada, comenzó a sentir un profundo rencor por todo lo que la alarmaba: la terrible inquietud, la amplia paciencia, las actuadas veladas… como si el resultado de todo fuera a terminar siempre en un estallido de lo que no se esperaba o como si cada persona fuera la responsable de la escritura y representación de su propio guión destinado a menos éxitos que fracasos. Fue este mismo rencor el que escupió cuando no pudo contenerse más. Subió por la calle empedrada y sin más palabras para agregar a sus pensamientos, bajó aún más esa voz confidente, entornó la espalda, condensó los labios, y por fin se arrojó a la valentía de encontrar el momento oportuno para tragarse las lágrimas. Mientras se acariciaba las manos también se tocaba la pequeña boca y recitaba para sí secretos que nunca podría volver a recordar exactamente, qué tristeza. ¿Qué iría a hacer cuando las bestias no pudieran entender lo que le pasaba? ¿Cómo sería posible rescatar su pesar, acabado, frente a la materia y la miseria de los hombres y sus asquerosas demandas? Si con aquellos necios no podía ya nada. Era terrible enfrentarse a todos los monstruos que la utilizaban de cerca y cada vez más de cerca y cada vez más hundida su amarga inconstancia, de no poder decir, no poder quebrar, no poder hacer de cuenta como que no pasaba nada. Llegando hacia el puente que atravesaba la ancha autopista se detuvo y aspirando la última bocanada de viento, tomó valor, tomó su vientre, ajustó su pelo a la cabeza y se rió por última vez para saltar desde ese precipicio hacia el eco profundo que lo generaba. Nunca antes había conocido aquél impacto, de modo que nada había sido un error. Y todo comenzó a alivianarse como se aliviana el cuerpo cuando conoce la sensación de experimentar el dolor junto a la nada. El terror a lo desconocido se convertía ahora en un desafío que soltaría probablemente, cuando sus extremidades se debilitaran y dejaran caer de sus manos la vida. 
 Cielo.